De vez en cuando me
levanto descompuesto de sed de
sustancia. Por supuesto que el agotamiento generado por tal sed implica una
ínfima fortaleza para comenzar el día, como si me despertase en otro planeta,
digamos Júpiter, donde la fuerza de gravedad es siete veces mayor. No obstante
prefiero transportarme a la posición vertical, fundamentalmente porque los
dolores musculares producidos por la quietud se vuelven insoportables. Bien,
¿qué hacer entonces? Preparo unos mates, enciendo un cigarrillo y pienso. Tengo
que hacer algo esencial, importante, que genere un elevamiento del alma, no
necesariamente hasta el cielo, con unos cuantos centímetros sobre la superficie
es suficiente. Pero ¿con qué objeto? Pensar en el sentido de una actividad
particular me lleva lógicamente al sentido general de la vida por caminos
muchas veces distintos y algunos tal vez interesantes. Sin embargo, aunque no
quisiera creerlo, termino concluyendo que no tiene ningún sentido propio del
ser humano. Fundamentalmente no nos gobierna más que la vieja ley de la selva.
Hoy en día disfrazada en cientos de miles de formas diferentes: el éxito, la
fama, el poder, la fe, las riquezas, los placeres, etc. ¿Entonces? Bala,
tambor, clic, pum. Pero no puedo. Soy un cobarde. Le temo a la muerte como todos los
mortales. O la voluntad de la vida es lo suficientemente fuerte como para no
suspender la inercia arbitrariamente. Al final, al salto que nos mete en la
angustiante individualidad existencialista le corresponde otro que nos lleva al
aprecio por lo existente. El amor, el arte, las amistades, algunos elíxires, la
naturaleza al desnudo proporcionan consuelos sobrecogedores al espíritu;
suficientes como para continuar y soportar la tediosa regularidad del tiempo.
Algún día podría dejar amanecer, pero noche tras noche continúa asomando en el
horizonte una claridad celestial únicamente hermosa. Mientras tanto asombra
una y otra vez invariablemente la infinitud estelar y ángeles caídos del cielo
como este…
jueves, 6 de septiembre de 2012
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