Pocos
libros me han afectado el alma tan abiertamente como Siddhartha. Era un día
probablemente estival. La piel no percibía temperatura alguna. Despierto antes
del medio día, no mucho antes; tenía una leve idea de la hora por la
luminosidad que penetraba por los poros de las ventanas. Había planeado leer el
libro con anterioridad, tal vez haya sido el día anterior. Podría así
aprovechar un día de descanso como el domingo, aunque no me cansaran demasiado
el resto de los días y pudiera hacer alguna otra cosa menos desgastante que
leer una buena cantidad de horas.
Hacía
tiempo que, incluso los sábados, no salía en caravanas que terminaban con un
cuerpo devastado. Me encontré más cómodo visitando bares subterráneos donde se
presentaban bandas locales y de vez en cuando escuchaba algo interesante.
Aunque no volví a conocer otro grupo que me fascinara desde el primer día como
Las Morochas de Junín, pasé unos cuantos buenos ratos. Así, tenía una buena
parte de los domingos disponible.
En
otro tiempo, no muy remoto, acostumbraba comprar un diario semanal. El diario
Perfil, si no mal recuerdo, por no leer el Clarín o La Nación. Éstos me daban
una idea no demasiada fundada de hegemonía tiránica y aquél recién había salido
a la calle. No pasó mucho tiempo hasta que me pareció más de lo mismo. Entonces
intercambié actualidad por eternidad.
Empecé a buscar en obras clásicas respuestas que no encontraba en el mundo. Si
bien no encontré nunca una respuesta definitiva, por lo menos fui rastreando
los mismos cuestionamientos que me desvelaban recorriendo un camino
interesante.
Entonces
tenía a Herman Hesse entre mis manos, un mate y unos cuantos puchos para llevar
a cabo la empresa. Como no tengo la más mínima idea de crítica literaria ni
creo poder aumentar la fama de este fenomenal escritor voy a pasar directamente
al efecto que me causó terminar de leer la obra. Después de siete años recuerdo
mejor los momentos posteriores que los episodios del cuento.
Llegué
al final del libro pero la mente se mantuvo en ese limbo fantástico. Mi propio
cuerpo me parecía extraño y el resto de los objetos en una dimensión
completamente diferente. No pensaba en nada maravillo, simplemente saboreaba la
existencia, la percibía como una novedad, sentía haber nacido en ese momento. Fue
entonces cuando lo absurdo se volvió palpable y me penetró hasta en los huesos.
Me conecté por un momento con en sentido de la vista y observé a través de la
ventana. Desde los treinta metros de
altura que me encontraba veía construcciones de ladrillo y hormigón por
doquier. Solamente separadas por caminos lineales de concreto adornados con
algunos árboles cada unos cuantos metros. Algunas personas caminaban hacia una
u otra dirección y de vez en cuando pasaba un transporte de pasajeros pequeño.
Una de las construcciones era tan alta que no alcanzaba a ver su cima, pero del
resto podía ver que estaban cubiertas de chapas oxidadas. Un curioso paisaje
que había visto miles de veces. No es más que un hormiguero, pensé. Con las
ventajas de los avances tecnológicos y los colores de las manifestaciones
artísticas se ve un poco diferente a una montaña de tierra pero es básicamente
lo mismo. El sentido de la vida se me presenta totalmente desnudo por primera
vez y mi reacción fue cerrar los ojos, como el instinto rechaza a la muerte.
Tuve
una desesperada necesidad de volver a mi estado normal. Recordé que había
recibido un mensaje de un amigo que me esperaba para compartir unos mates.
Imaginé que ver una cara conocida me devolvería la gravedad. Salí a la calle.
Avanzaba entre personas como si hubiera vivido en un desierto mil años. Todo lo
que me rodeaba era parte de una especie de ilusión, o yo mismo era la ilusión
reptando hacia ninguna parte. Al fin llego al departamento de mi amigo. Un
saludo automático me permitió pasar. Me desplomé en un sillón y dejé que fuera
a preparar el mate sin prestarle demasiada atención. Creí que todo aquello era
inútil. Sin embargo me rescató algo que nunca me hubiera imaginado, el humor.
Cuando vuelve con el agua caliente me cuenta que había visto la escena en la
que pasa el huracán y Homero, observando su casa impecable, dice: Dios ayuda a
los creyentes (o algo así), mientras que la de Flanders queda completamente
destruida. No pude evitar reír y recuperé el cuerpo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario